Elogio de la risa
Tratado poco científico sobre qué nos revela la risa sobre el poder, el cuerpo y la comunidad
Un roto en la autoridad
Llegué a clase con mi grupo favorito y decidí ponerme en plan profesora guay: me senté encima de la mesa, con las piernas cruzadas en la postura del loto, como si viniera de rodar Mentes peligrosas. El problema fue que el pantalón de pana, más viejo que la pana misma, decidió reventar en ese momento: un desgarrón sonoro y un siete gigantesco que dejaba a la vista mis bragas, que no se me veían solo porque aún llevaba la gabardina puesta. No intenté ni disimular, porque me dio un ataque de risa que dejó al alumnado pasmado pensando que me había vuelto loca del todo. El contraste entre mi pose de maestra inspiradora y el boquete en el pantalón me pareció tan perfecto que tuve que compartirlo con ellos. Nos reímos juntos a carcajadas y después seguimos la clase como si nada. Aquella risa inesperada marcó una relación estupenda con ese grupo y, en el discurso de graduación, mencionaron las risas en clase de literatura como lo mejor del curso. El roto me hizo feliz dos veces.
El peligro de reírse
Pero la risa no siempre se celebra: a veces incluso se persigue. De hecho, la risa de las mujeres se ha considerado históricamente un rasgo de locura. Estoy leyendo Suave es la noche, de F. Scott Fitzgerald, y el método casi exclusivo para retratar los ataques de chaladura de la mujer del protagonista (inspirada en la esposa del propio autor) es reírse, sin motivo alguno a los ojos de su atribulado marido.
Una de las primeras prohibiciones que reinstauraron los talibanes cuando tomaron el poder en 2021 fue la de reírse en público a las mujeres; más tarde, llegarían literalmente a prohibir que se escuchara su voz en la calle, pero empezaron por la peligrosa risa.
También en contextos mucho menos extremos, reírse puede ser peligroso. Cuántas grescas, sobre todo entre hombres, empiezan con un “¿te estás riendo de mí?”. Reírse de alguien es una forma de amenaza y humillación simultánea: deja al otro expuesto, fuera de control. También puede funcionar como una herramienta de exclusión: pocas cosas hay más hirientes que sentir que todo un grupo se ríe de ti. Por eso los inseguros y los adolescentes no toleran la parodia: la risa desarma, y ningún poder, doméstico ni político, soporta que se rían de él.
Nos damos mucho más permiso para sonrisas falsas, irónicas o cínicas que para una buena carcajada por una tontería.
Precisamente por esta razón, en muchas fiestas tradicionales se ha permitido por un día lo que el resto del año está prohibido: reírse del poderoso. El bufón ridiculiza al rey, los súbditos imitan a los amos, el pueblo invierte el orden. Frazer, en La rama dorada, estaba tan obsesionado con esta idea que acabó viendo este patrón en todas las culturas y manifestaciones festivas del mundo. Nuestra Señora de París empieza con la famosa fiesta de locos en la que nombran rey a Quasimodo, en medio de un júbilo grotesco. Y Julio Caro Baroja lo estudió en las fiestas populares españolas en El carnaval: esa risa colectiva, permitida y a la vez controlada, sirve para liberar tensiones sin alterar realmente el sistema. Es la risa domesticada, concedida por el propio poder para evitar que la verdadera rebeldía estalle.
Sonrisas que dan miedo
A lo mejor tiene que ver con todo esto —no sé, alguien debería estudiarlo en serio, yo solo plasmo aquí mi tren de pensamiento—: que resulten tan inquietantes las máscaras festivas o los payasos que llevan una sonrisa pintada, fija, falsa, que se siente como una impostura que no sabemos qué esconde ni pretende.
En el siglo XIX, el neurólogo francés Duchenne estudió la sonrisa mediante estimulación eléctrica de los músculos de la parte inferior de la cara, pero solo lograba sonrisas falsas, hasta que contó un chiste y observó que la sonrisa genuina incluye los músculos de alrededor de los ojos. Solo la, desde entonces llamada “sonrisa de Duchenne”, es la genuina, la que involucra también la parte superior del rostro, porque el músculo orbicular que frunce el contorno del ojo no obedece a la voluntad.
Por eso se puede fingir una sonrisa, pero no una risa y, generalmente, podemos reconocer las sonrisas falsas o de cortesía. También es el motivo por el que la enigmática sonrisa de la Gioconda nos fascina: sonríe con los ojos, no con la boca, de un modo apenas perceptible, ambiguo, casi imposible de reproducir, entre lo natural y lo aprendido, entre el gesto y el disimulo. Es la sonrisa de Duchenne perfecta.
El cuerpo que ríe
Es muy probable que la risa auténtica se viva como un peligro en según qué contextos precisamente porque es un proceso no intelectualizable, sino fisiológico y difícil de controlar. Abundan las anécdotas de risa inoportuna y contra la propia voluntad, como manifestación nerviosa, por ejemplo, en un entierro.
Desde un punto de vista fisiológico, nos reímos con todo el cuerpo: es una reacción simultáneamente emocional, respiratoria, muscular y cerebral. Se inicia en el sistema límbico (el mismo que gobierna las emociones básicas) y se propaga hacia el tronco del encéfalo, donde se coordinan la respiración y los movimientos involuntarios. Desde ahí, una descarga nerviosa sincroniza el diafragma, los músculos intercostales y el rostro.
De este modo, surge una espiración entrecortada y rítmica: el aire sale de los pulmones a golpes, mientras los músculos elevan las comisuras y los ojos se arrugan. El resultado altera el ritmo respiratorio, libera endorfinas, reduce el estrés y genera una sincronía con quienes ríen a nuestro lado. Es, literalmente, un movimiento de comunión.
Como siempre, los chimpancés saben vivir mejor, sin tanta neura.
Ni siquiera es un fenómeno exclusivamente humano. Las ratas se ríen en frecuencias que nuestro oído no puede captar; los primates jadean con una risa discreta, casi tímida; los humanos, en cambio, explotamos en carcajadas sonoras que sacuden el cuerpo entero. Hemos perdido la capacidad de mover las orejas para expresar emociones, como hacen muchos mamíferos, pero hemos conservado y amplificado este gesto convulsivo que nos deja sin aire y tan estruendoso que atraería a depredadores a muchos kilómetros de distancia.
Por todo lo anterior, la risa, sobre todo la histérica, choca con la lógica de nuestra sociedad, obsesionada con el control del cuerpo. No se espera que perdamos la compostura en público, ni que un grupo de adolescentes arme algarabía en el patio a base de carcajadas, ni que una mujer se ría sola en la calle sin ser mirada como una excéntrica, quizá una loca. Desborda y molesta porque es descontrol, interrupción del guion.
La importancia de la risa como fenómeno social, de unión, creación de comunidad y afirmación personal la pone en evidencia el hecho de que estas funciones se pierden cuando nos comunicamos online: aunque mandemos un audio en vez de usar un emoticono risueño, la carcajada se pierde. ¿Habéis oído alguna vez reírse a una IA? Debe ser una mezcla de sonido de cacharrería, taller mecánico y espiración de fantasma, si es que se puede reír con sonido.
Reír como insurrección
Desde que soy madre, me río de otra manera. No tanto con paradojas, ironías, sarcasmos o memes, sino con la pura alegría que me provoca mi hija: sus gestos, sus ocurrencias, su propia risa, que es el mejor sonido del mundo, aunque suene cursi decirlo. Esa risa inocente, sin cálculo, me devuelve al hecho de que soy un cuerpo; no es que tenga uno.
Topicazo, pero cierto: el sonido de la risa infantil nos hace felices.
La última vez que me reí de verdad con mi pareja y unos amigos fue por una tontería escatológica: uno de ellos tenía que llevar una muestra de heces al médico y apareció con un truño casi entero metido en un bote. Nos reímos como niños, sin filtros, y hasta la niña nos imitó, aunque no entendiera nada. Fue una risa boba, pero liberadora, de esas que limpian el aire y sellan un vínculo compartido.
Necesitamos más risas que nos encarnen en nuestro propio cuerpo y nos coloquen junto a los otros. No la sonrisa torcida ante un meme ingenioso consumido en soledad, sino la carcajada que nos deja sin aliento y nos reconcilia con nuestra fragilidad. Reír juntos es un recordatorio de que seguimos siendo animales sociales, necesitados de contacto, de afecto y de comunidad, aunque sea por un pantalón roto o una caca en un bote.
Os dejo deberes para esta semana: invito a todos los lectores a reírse abiertamente por la calle, especialmente si eres una mujer y caminas sola. Es una costumbre que cogí cuando vivía en entornos rurales y podía pasear kilómetros sin cruzarme con nadie; esto permitía formas de subversión tan absurdas y cotidianas como no llevar mascarilla cuando era obligatorio, cantar a voces (y probablemente desafinando a tope) con los auriculares puestos y reírme de cosas que me iba acordando sin ningún pudor. Lo sigo haciendo en la ciudad: a veces la gente me mira, pero yo me río igual.
Gracias por leer hasta el final, aunque hoy me haya extendido tanto. Contadme sobre la última vez que os habéis reído a carcajadas, si alguna vez os habéis reído donde o cuando no debíais o si habéis probado a reíros solas por la calle.
Salud y risas,
Eva
Me hicieron pensar:
Me veo obligada a citar otra vez a Frans de Waal, porque vive en mi mesilla y en mi mente. La lectura de El último abrazo y, concretamente el capítulo 2 (Una ventana al alma. Cuando los primates ríen y sonríen) es la que en primer lugar me hizo reflexionar sobre este asunto. Después leí otras cosas:
Empecé por el principio: Wikipedia
Recordé lecturas pasadas:
Julio Caro Baroja: El carnaval
Víctor Hugo: Nuestra señora de París
James George Frazer: La rama dorada
Y busqué y leí algún artículo académico para completar:
The naturalistic approach to laughter in humans and other animals: towards a unified theory
Laughter and its role in the evolution of human social bonding




Yo quiero ser como vos cuando sea grande, me encanta esa mezcla de Sociología, Literatura y Feminismo en cada uno de tus escritos. Mis metas como escritora.
Respecto a la última vez que reí a carcajadas, pues fue un chiste involuntario, muy negro, que no sé si sea buena idea compartirlo. Pero te juro, estaba con mi hermana y la pobre se puso roja por la falta de aire. Encima se calmaba y al rato volvía a empezar, y yo me reía por su risa... dos pelotudas, y como dije a nuestros perros que nos estaban mirando: "Las dos únicas neuronas que funcionan en esta casa"
Jajaja qué buen comienzo de curso. La última vez que me reí a carcajadas fue este fin de semana, con una amiga viendo un vídeo de la humorista Clara Ingold, sobre los comentarios no solicitados del pelo graso. Me meaba. Es fuerte la de significados y funciones sociales de la risa, mecanismo de liberación y represión a la vez.