Querer no es poder: deseo y productividad en la era del scroll
Tres problemas y cinco no-soluciones frente a la economía de la atención
Leo con frecuencia en notes muchas declaraciones culpables sobre procrastinación, sobre no lograr objetivos y sobre perder el tiempo con el móvil. Hace poco encontré esta, que me dio ternura, no condescendencia:
Enlace a la note original aquí.
Cuando empiezo un curso con alumnos nuevos siempre paso un cuestionario sobre usos digitales. A la pregunta “cuántas horas usas el móvil al día” la respuesta más habitual es “no sé”, pero también hay muchos “6 horas”, “4 horas” o “todo el tiempo que no estoy en clase”. En cuanto a “qué haces en el móvil”, pleno de “redes sociales y WhatsApp” y el sempiterno “no sé”. Cuando recojo los resultados para comentarlos en grupo pregunto si pasan esas horas en el móvil porque quieren y la respuesta generalizada, especialmente de las chicas -los chicos son menos participativos en esta dinámica- es un no rotundo.
La primera vez pensé que estábamos en el sitio perfecto para frenar esta adicción a las redes sociales, porque claramente QUERÍAN cambiar sus hábitos. Nunca ha sido difícil hacer una lista de cosas que querrían hacer en lugar de mirar el móvil. Pero después de varios años de experiencia y de ver muchos vídeos de “qué hacer en lugar de scroll” sé que para la mayoría de los jóvenes y adolescentes el proceso termina aquí: no son capaces de encontrar la manera de frenar su consumo digital.
Cada vez me interesa menos hablar de falta de fuerza de voluntad o de problemas de atención como si fueran defectos personales. Creo que hay tres cuestiones más profundas y más inquietantes detrás de esta especie de bucle ansioso que tantas personas, sobre todo mujeres jóvenes, están narrando últimamente.
Quién desea por nosotras
Es llamativo que las listas de “cosas que quiero hacer” de tantas mujeres, de diversas edades, procedencias y niveles culturales sean tan parecidas entre sí. Si a mis 21 años me hubieran propuesto tejer como actividad de ocio habría soltado una carcajada mientras agarraba el bolso para salir corriendo por la puerta a cualquier otra cosa, seguramente más absurda, improductiva y/o insegura que el macramé, pero no hubiera desistido de ninguna manera. Lo mismo para dibujar, hacer pasteles o estiramientos.
Pero es que mi yo de 21 años no tenía Instagram ni smartphone, y aún así perdía el tiempo en el servicio de mensajería de Facebook, mirando fotos de las vacaciones ajenas y despotricando en esta red sobre el narcisismo del siglo XXI.
Todas las listas de (auto)propuestas de ocio y descanso (o bucketlist, que suena mejor) se parecen tanto porque son un producto estético y aspiracional, no surgen de una inclinación moldeada por un entorno más cercano y singular. Soy consciente de que no hay gustos innatos sin modificar culturalmente, pero el problema del algoritmo es el aplanamiento del gusto y la imposición del ocio como un deber performativo.
El gusto ya no se transmite solo por entorno, clase o educación, sino por exposición masiva a las mismas imágenes y narrativas. El algoritmo no discrimina entre contexto, temperamento o disponibilidad vital: le sirve lo mismo a una estudiante de instituto que a una madre agotada, a una consultora junior que a una autónoma que contesta correos desde el váter. Todas reciben la misma dieta visual: productividad amable, descanso con intención, hobbies que curan.
Así, el deseo no solo se vuelve uniforme, sino que además es obligatorio y una señal de identidad. Cómo manejamos el ocio se ha convertido en una cuestión de marca personal, porque somos incapaces de desligar ningún aspecto de nuestra vida de la sociedad del rendimiento, por usar el término de Byung-Chun Han: “ya no creemos que somos un sujeto sometido, sino un proyecto que se esboza, que se optima”.
El deseo se convierte en forma, la forma en contenido, el contenido en identidad. No queremos simplemente leer: queremos ser lectoras. Hacer ejercicio es entrenar. Y cuando acabamos nuestras obligaciones, nos espera una rutina p.m. para desarrollar habilidades, desconectar, cenar sano y —ay— ojalá dormir bien sin ansiolíticos. Puesto que no somos bebés necesitados de rutina constante, esto no parece otra cosa que una prolongación edulcorada de la jornada laboral.
Y si no cumplimos con estas rutinas alineadas con nuestros propósitos, ya no solo fallamos en la productividad: también fallamos en la ética del deseo. Deseamos mal. Cosas no lo bastante buenas, no lo bastante saludables, no lo bastante útiles para nuestra mejor versión.
Todo esto me lleva al segundo problema.
La responsabilidad infinita de cada una sobre sí misma
Puesto que nuestra identidad se ha convertido en un proyecto que se afina cada día, somos dueñas indiscutibles de nuestra propia vida y decisiones: si estás gorda, comes mal y llevas una vida sedentaria; si eres insomne, no tienes una buena higiene del sueño; si no “amas tu trabajo” es que no has sabido encontrar y rentabilizar tu vocación.
Me llama la atención la proliferación del término healing en vídeos de YouTube o TikTok que recomiendan rutinas de mañana, diarios de gratitud o batidos verdes como vía de sanación personal. Pero ¿de qué hay que curarse, exactamente? ¿Estamos todas enfermas? ¿Cuál es el diagnóstico?
Lo implícito es que el malestar es natural, inevitable y, sobre todo, individual. No se nombra la precariedad, el exceso de trabajo, la soledad estructural, la violencia simbólica. Solo una especie de desequilibrio vago —demasiado estrés, demasiadas notificaciones, demasiadas exigencias— que, con suficiente journaling y estiramientos, podría resolverse.
La lógica es esta: ya que el sistema te hace daño, encárgate tú misma de curarte. En tu casa, sin molestar, con música lo-fi y una infusión digestiva. Y si no lo haces, además de estar mal, serás irresponsable por no ocuparte de ti. Como afirma Marina Garcés, el llamado autocuidado en nuestro tiempo se parece sospechosamente a unos cuidados paliativos para sostener una maquinaria que nos daña. El descanso ya no es descanso: es otro trabajo para seguir rindiendo. He visto agendas en las que “ducharse” o “cuidado facial” aparecían como tareas pendientes.
El panóptico ya no necesita carcelero
No hace falta que nadie nos vigile: ya llevamos al vigilante dentro, porque cada gesto está atravesado por una elevada conciencia estética y simbólica. No porque alguien esté mirando, sino porque nosotras mismas nos observamos como si alguien lo hiciera.
Si te tiras al sofá a comer Doritos (que tampoco es el paraíso, pero son cosas que pasan), notarás enseguida el picor en la nuca de esos pares de ojos imaginarios que no te están viendo, pero están ahí, o mejor dicho, que ya están dentro. Y entonces desearás estar tomando un té matcha, con una vela encendida y siguiendo un tutorial para pintar gardenias en acuarela, no porque te apetezca realmente (o sí, nunca lo sabremos gracias al moldeado algorítmico), sino porque esa imagen sí sería compartible. Y si no lo es porque vives en un piso/habitación de clase media -que en España son pequeños y feos-, al menos es coherente con el relato que quieres sostener sobre ti misma.
Es el panóptico versión scroll: no se impone desde fuera, sino que se internaliza con filtros suaves, tipografías redondas y una voz en off que te dice que estás fallando, pero puedes mejorar.
Consejos no optimizados de resistencia a la economía de la atención
Vaya por delante que no tengo solución a estos problemas complejos, porque si me he explicado bien, habrá quedado claro que a problemas colectivos no valen (solo) soluciones individuales. No soy coach ni vendo recetas de mejora personal, solo soy una mujer que ha tenido la suerte de pasar su adolescencia y primera juventud en una era preinstagram y tuvo el barrunto de que no debía participar en las redes sociales cuando pudo. Y, para ser sincera, hasta los 30 intenté ser tan rompepistas y rompecorazones que no me enteré mucho del desarrollo digital porque estaba a otras movidas. Esto me ha colocado en una suerte de standpoint desde el que veo o intuyo los problemas sin el ruido generado por estar dentro de la vorágine digital.
Mi escritorio de hoy, en casa de mis padres mientras cuidan a mi hija. Es lo que hay y me sirve.
Aun así, puedo apuntar algunas ideas que me funcionan o que veo funcionar en otras, no como normas, sino como gestos:
1. Cambiar el lenguaje para un buen diagnóstico de la situación
Y no me refiero al típico cambio de “tengo que” por “quiero o pretendo”. No digas “estoy procrastinando” o “no tengo voluntad”, di: “me está comiendo el capitalismo de la atención y evitarlo me va a requerir mucha energía”. Puedes añadir algún taco si es menester. Yo también desterraría de mi vocabulario “estar presente”, “con propósito”, “alinear”, etc. Si no nombras al sistema, acabarás nombrándote a ti como fallo.
2. Aléjate físicamente del móvil, al menos a ratos
Cuando la voluntad está carcomida por toda una maquinaria diseñada para ello, no basta con hacer el propósito de un día offline a la semana o desinstalar aplicaciones: es probable que estas acciones fallen, porque no se trata de fuerza de voluntad, se trata de reducir el acceso. Como en cualquier proceso de desenganche, si el estímulo está a mano, lo vas a buscar. Tampoco se trata de meter el móvil en una caja fuerte, pero puedes salir de casa a pasear dejándolo en casa o cuando vas al gimnasio, o a la biblioteca o a trabajar. Usa un reloj en su lugar (nótese el verbo usar, no comprar. Expliqué por qué no es bueno inaugurar un hábito comprando en este boletín. Seguramente tu madre te pueda prestar uno o tengas un flick flack de la infancia en algún cajón: te sirve).
Sal de casa
No para comprar, no para acudir a un lugar de ocio reglado. Aprovecha las oportunidades de socialización que se presenten, con amigas o conocidos. No es necesario que sea el plan de tu vida, ni tu gente favorita ni que eches toda la tarde: basta con un rato de vida no instagrameable. En estos contextos podemos aprovechar el panóptico interno para no sacar el móvil y quedar como unas maleducadas.
Observa sin identificarte
Los defensores de la vida lenta, como Byung-Chul Han o Jenny Odell son muy dados a la observación, uno de plantas y la otra de pájaros. Estas actividades pueden ser muy beneficiosas, pero no las veo para cualquiera ni nivel principiante. A mí me gusta observar el paisanaje, la gente que viene y que va, lo que llevan puesto, sus gestos y a veces espío conversaciones y las anoto si me llaman la atención. Me lo tomo como un ejercicio de etnología, intentando ser una observadora objetiva sin plantearme si quiero parecerme a la persona observada o no, si es estilosa, etc. Observar sin querer apropiarse de lo observado es una forma de bajarse del circuito, aunque solo sea un rato.
Cambia de gafas
Deshazte de las gafas de Instagram, esas que hacen que todo parezca una vida deseable y bien narrada, y ponte las materialistas: las que enfocan el contexto, no el yo, estructuras, no fracasos personales. Si el deseo no es libre, si el tiempo no es tuyo, si el cuerpo está cansado, no es culpa tuya. No hay hábito, rutina ni propósito que arregle eso. Pero al menos puedes mirar con otros ojos que te permitan explorar deseos más genuinos, sin que sean necesariamente en tonos neutros y texturas naturales.
Como dice Jenny Odell, las plataformas “actúan como represas que se alimentan de nuestro interés natural por los demás y nuestra necesidad atemporal de vivir en comunidad, y que secuestran y frustran nuestros deseos más innatos para aprovecharse de ellos”. Lo que buscamos —conexión, sentido, belleza— no es ridículo. Lo que resulta problemático es que se nos ofrezca una versión falseada, rentable y adictiva de eso mismo, convertida en dieta diaria.
A azul, la chica de 21 años que escribió aquella note, y a todas las que se sienten mal por no haber hecho todo lo que deseaban: no es que hayas fallado. Es que estás viva, y por debajo de los deseos inoculados bullen otras cosas, las tuyas.
Me hicieron pensar:
Marina Garcés, Nueva ilustración radical, Anagrama, 2017.
Byung-Chul Han, Oda al jardín, Taurus, 2024.
Jenny Odell, Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención, Capitán Swing, 2021.
Gracias por leer hasta el final.
Si te ha resonado, compártelo con otras mujeres exprimidas, distraídas o culpables por no llegar a todo.
Desde un escritorio sin vela y con cables enredados,
Eva.
Muy interesante, Eva, gracias por tu texto. Yo también había leído esa note hace un tiempo y me había quedado impresionada. Al leerla no pude más que pensar “y hacelo” (por supuesto fue un pensamiento mío, privado, no iba a publicarlo). Y me quedé pensando: ¿realmente esta chica querrá hacer esas cosas? ¿No puede hacerlas porque no logra pasar a la acción? ¿No sabe hacerlas?
Me obsesiona un poco el tema de las redes y todas las transformaciones que han generado a nivel social, político, económico. Yo tengo 45 años y agradezco cada día haber nacido y crecido en la era analógica, no sé cómo hubiera sobrevivido a mi adolescencia con Instagram y demás. Hoy por hoy no siempre me resulta fácil lidiar con el mundo online pero, honestamente, siento que tengo muchos más recursos que quienes nacieron en la era digital. A esta altura creo que con algunas cuestiones no hay mucha vuelta: no hay modo de “autorregularse” el uso de Instagram, directamente hay que dejar de usarla. Es solo un ejemplo y seguramente a mí me resulta mucho más fácil que a una chica más joven, pero creo que el camino es ese. No hay dosis buenas o justas de veneno, especialmente cuando está diseñado para que vuelvas a él una y otra vez. A propósito, hace un tiempo escribí algo relacionado con algunos de los temas a los que aludís en tu post, dejo el link por si a vos o a alguien más le interesa seguir la discusión: https://juliabarandiaran.substack.com/p/en-busca-de-mi-cerebro-perdido?r=1nn398
Aí me sirve leer aquellos libros leídos hace muchos años y que dejaron huella en mí.